La realidad ha resultado algo más complicada, y no precisamente para bien: el pueblo soberano no dice lo que hay que hacer pero...
Hasta hace poco yo también he creído en la existencia de una profunda desconexión entre el poder político y el ciudadano, como si se trataran de dos mundos paralelos que apenas tenían contacto entre sí. Un Estado para el que la sociedad civil apenas contaba. La realidad ha resultado algo más complicada, y no precisamente para bien: el pueblo soberano no dice lo que hay que hacer pero sí señala lo que no se puede hacer, entre otras cosas reformas de calado.
Una de ellas era la reforma del sistema pensiones. No se ha hecho ni se hará. Al menos diez millones de ciudadanos se oponen frontalmente a introducir cambio alguno como no sea para empeorarlo, lo que ya está provocando problemas en el plano de su sostenibilidad. No menos inviable parece una verdadera reforma del mercado de trabajo ante la imposibilidad de cortar el nudo gordiano que supone el coste del despido y su kafkiana tramitación. Siempre se habla de la temporalidad como uno de nuestros grandes males pero cuidando muy mucho de no mencionar su origen causal, el contrato indefinido. Por lo menos otros diez millones de españoles lo han convertido en su santo grial. Ni siquiera los empresarios intentan cambiarlo cuando negocian las innumerables pseudo reformas destinadas a dejar las cosas como están. Una confirmación de que hay cosas que no se pueden hacer lo tenemos en las medidas que intentan controlar las sucesivas olas del covid, decididamente blandas y ambiguas, que harán que se dispare de nuevo la incidencia.
No hay poder político, central o autonómico, que se atreva a desafiar a la opinión pública, y a algún sindicato de hostelería, e intente crear problemas a nuestra irresistible inclinación por la sociabilidad más desatada, la que ha puesto de manifiesto nuestro pueblo soberano.
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