Una parte esencial de la sociedad, en realidad más de la mitad de la población activa, paga las consecuencias.
Cuando un sistema político dedica gran cantidad de recursos y tiempo en defender propagandísticamente sus principios fundamentales hay razones para sospechar que esos principios son pura fachada. Sucedía en el franquismo con la democracia, orgánica por supuesto, que no lo era, o la soberanía nacional, hipotecada por los acuerdos con el Vaticano y los americanos. Ahora, el sistema democrático presume mucho de justicia social e igualdad, la que debería proporcionar un mercado de trabajo rígido y a la defensiva.
Todo mentira.
Ese mercado ha dividido al país en dos grupos sociales que reciben un trato desigual: por un lado, funcionarios, trabajadores fijos y pensionistas, cuyo peso político les permite defender este estado de cosas hasta sus últimas consecuencias; y por el otro, parados (14%), temporales (27%) y trabajadores a tiempo parcial (13%). Los menos productivos son los más protegidos y los que más cobran, mientras una parte esencial de la sociedad española, en realidad más de la mitad de la población activa, paga las consecuencias de un mercado de trabajo de dos velocidades.
La Comisión Europea lleva años pidiendo su reforma, los mismos que el Gobierno español negándose a hacerla. Esta brecha divisoria no hace sino crecer y consolidarse cada vez que sufrimos una crisis. El sector activo de la economía se encoge mientras el pasivo crece y crece. Una parte del tejido económico desaparece para siempre (la pandemia nos costará un millón de empleos), mientras el Estado representa ya un 51% del PIB, más que todo el sector privado.
¿Qué cabe esperar? Que todo evolucione en la misma dirección, una degeneración económica, probablemente irreversible, que no augura nada bueno ni para el crecimiento económico ni para la solidaridad social.
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