La crisis del coronavirus constituye una disrupción sin precedentes que puede convertirse en una recesión de considerables consecuencias, un factor añadido a la relación de problemas que agobiaban a la economía española cuando se entró en 2020: endeudamiento monumental, paro elevado y productividad estancada. Ahora, apenas salidos de las peores consecuencias de la Gran Crisis de 2008, con una ocupación similar a la de hace diez años, que se dice pronto, nos vemos envueltos en una crisis internacional de un alcance difícil de delimitar.
De entrada, la pandemia ha generado un enorme shock de oferta —el sistema productivo se ha parado casi por completo— que automáticamente se ha convertido en un no menor shock de demanda, ya que las familias han dejado de comprar, salvo lo más indispensable, las empresas de invertir, lo mismo que el Estado. Una situación insólita que reclama una intervención masiva del Gobierno para evitar lo peor, como sería la destrucción de buena parte del tejido económico de forma duradera o permanente.
La crisis del coronavirus se compone de dos partes: una perturbación de una profundidad enorme, que ya se ha producido como resultado del confinamiento y el parón productivo, y su prolongación en el tiempo, un dato que se desconoce por cuanto no sabemos lo que durará la fase más intensa de la pandemia y que, en el peor de los casos, podría alargarse hasta el verano. Más allá, entramos en un escenario impredecible
Hay que tener en cuenta que la principal actividad económica del país, el turismo, que el año pasado atrajo a 83 millones de extranjeros y supone el 10% de PIB nacional, se va aparalizar casi por completo, lo mismo que las actividades relacionadas con ella, la restauración y la hostelería. Casi lo mismo ocurrirá con el Comercio, que supone otro 11% del PIB. Todo lo cual puede provocar una caída de más de dos puntos del PIB por cada mes que dure la presente contracción. Y se trata de una estimación conservadora.
Gran parte de la actividad industrial también se ha detenido, como es el caso de grandes empresas como Renault, Michelin, Mercedes Benz o Volkswagen, que participan en un sector, el del automóvil, que representa el grueso de nuestras Exportaciones. Otro tanto ocurrirá con la Construcción. En conjunto, ello supondrá un impacto no inferior a un punto del PIB por mes. Se mantendrá la Agricultura (hay quecomer), pero que representa menos del 5% del PIB, parte del Transporte de mercancías, nada del de personas, y toda la Sanidad, convertida en la punta de lanza de la lucha contra la pandemia y el delicado hilo del que dependerá la magnitud del desastre económico. Pero es inevitable que el cese de actividad de sectores tan fundamentales como los antes mencionados termine por afectar a todos los demás.
Estamos hablando de un impactode enorme entidad, no menos de tres puntos de PIB por cada mes que dure esta situación. Sólo por el parón del mes de marzo ya hemos entrado en recesión. Si el confinamiento y la parálisis empresarial duran otros dos o tres meses, nos enfrentaremos a un colapso equivalente a la crisis de 2008, sólo que concentrado en mucho menos tiempo. Volvemos, como decimos, a un escenario similar al del inicio de la Gran Recesión de 2008 aunque hay que pensar que la fase de recuperación de esta crisis será mucho más rápida de lo que fue aquella, que hizo que nos arrastráramos por el fango durante diez años.
Como ha dicho un economista, se trata de “tener que elegir entre 50.000 muertos o dos millones de parados”. Parece que de momento se ha elegido lo segundo, sin tener la seguridad, dada la incertidumbre, de que no nos veamos abocados a lo primero.
Nunca un tema aparentemente tan nimio ha provocado consecuencias económicas de semejante magnitud. La llegada del verano se convierte así en una especie de muro temporal simbólico. Para entonces, la crisis sanitaria debería estar solucionada, lo que en el momento actual no deja de ser eso que los anglosajones llaman un wishful thinking. Hasta el punto de que si la situación no mejora para entonces nos veríamos ante la posibilidad o necesidad de levantar algunas barreras sanitarias, y admitir implícitamente un nuevo repunte de la pandemia, a fin de aliviar o paliar el coste económico de la misma a largo plazo.
Como ha dicho un economista, se trata de “tener que elegir entre 50.000 muertos o dos millones de parados”. Parece que de momento se ha elegido lo segundo, sin tener la seguridad, dada la incertidumbre, de que no nos veamos abocados a lo primero. Lo que equivaldría a admitir que el número definitivo de infectados en España pudiera no bajar del 60 o 70 por 100 de la población, unos treinta millones de personas. En estos momentos, el porcentaje de enfermos críticos, necesitados de atención médica, no baja del 14% del total de contagiados, y el de muertos del 6%. Las consecuencias finales de estas estimaciones son impensables, lo que no deja de ser algo positivo en la medida en que es mejor no saber anticipadamente las implicaciones de lo que estamos viviendo, habida cuenta su coste económico y humano.
En el plano estrictamente económico, conviene recordar que se suele entrar en recesión rápida y fácilmente, aunque no tan rápidamente como lo hemos hecho esta vez, pero salir de ella suele ser lento y trabajoso. Aunque se supere la pandemia, hay inversiones programadas que no se llevarán a cabo, gastos de las familias que se demorarán en el tiempo, turistas que no vendrán, obras públicas que no se harán (Hacienda saldrá muy castigada de esta crisis y el déficit alcanzará niveles escandalosos). Una salida en forma de V puede darse por descartada.
Es probable que podamos superar el problema de liquidez que se va presentar. El BCE, en la línea del what ever it takes, nos va a inundar de liquidez; ya ha aprobado una línea de 750.000 millones para la compra de deuda tanto privada como pública pero los países del Sur de Europa no conseguirán su objetivo de mutualizar las emisiones de deuda. La resistencia alemana no ha llegado a su fin y los eurobonos difícilmente verán la luz. Habrá, eso sí, que asegurarse de que las entidades financieras hacen llegar la liquidez que obtengan del BCE al gran público, a los autónomos, y a las pequeñas y medianas empresas, en forma de créditos. Incluso a las familias.
Pero el problema derivado de la caída de la demanda y el cese de actividad provocará enormes pérdidas económicas en un momento en que la captación de capitales, incluso por los grandes bancos, se había convertido en todo un problema. La Bolsa no está para bollos. Muchas empresas ya estaban demasiado endeudadas, algunas de las cuales, como ha sucedido en coyunturas similares, aprovecharán el cierre para no volver a abrir.
Como ha dicho el gobernador del Banco de España, las políticas públicas serán cruciales para evitar que la caída de la actividad económica a corto plazo se vuelva permanente o duradera. El precio a pagar será un enorme aumento de la Deuda Pública. Esperemos que la prima de riesgo no se dispare. El objetivo de todos los planes de ayuda (créditos, avales, moras fiscales, ERTES) no es otro que el de impedir que se produzca una ruptura de las relaciones entre las empresas y sus interlocutores económicos y sociales: proveedores, entidades financieras, administración y trabajadores.Todas esas conexiones constituyen un conjunto de relaciones clientelares que podrían desintegrarse si el panorama sanitario no empieza aclararse y el número de contagios sigue creciendo exponencialmente.
En próximos días, el volumen de trabajadores acogidos a regulaciones de empleo nos irá dando una idea más exacta de la magnitud del desastre. El indicador más sensible será la tasa de paro, que podría volver rápidamente a los aledaños del 25%, al menos temporalmente. Otros indicadores significativos serán el número de turistas, la evolución de los ingresos fiscales por impuestos y cotizaciones sociales, y la magnitud del déficit consiguiente, y la variación trimestral del PIB. Si es que estos datos no se ocultan por razones de alarma social. Tan importante como la negatividad del dato será el de su permanencia en el tiempo.
Por el lado positivo, tanto el IPC como la balanza de pagos mostrarán su lado más favorable, por el abaratamiento del petróleo y la caída de la demanda de todo tipo de bienes y servicios. Algunos estarán pensando en aprovechar las oportunidades que han surgido para comprar activos (valores bursátiles, por ejemplo) particularmente depreciados. Los chinos, que están en el epicentro de esta pandemia, siempre han creído en la posibilidad de transformar cualquier crisis en una oportunidad.
Confiemos en que la pandemia evolucione como lo ha hecho en China, Corea del Sur o Singapur, que ya han superado lo peor, y las pérdidas económicas y de empleo se minimicen.
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