Madrid

Las críticas que se han hecho siempre al centralismo parecieron durante mucho tiempo extemporáneas. Hace 50 años, cuando Madrid era una villa manchega de menos de un millón de habitantes que incluía una administración decimonónica, sólo era un incordio burocrático para la periferia y símbolo del atraso de un Estado disfuncional. Ahora todo es distinto. Madrid y sus más de 7 millones de habitantes representan una quinta parte de la economía española, ha rebasado a Cataluña (antes era menos que Barcelona) y equivale a tres veces la economía vasca.

Aprovechando a tope su condición de capital, cosa que no ha sabido hacer el País Vasco con su autonomía, ha progresado absorbiendo casi toda la inversión exterior y convenciendo a los empresarios de que no hay mejor zona para desarrollar su iniciativa, especialmente la más avanzada tecnológicamente hablando. Para colmo no ha dudado en usar un dumping fiscal agresivo (patrimonio, renta) para completar una oferta competitiva que los gobiernos socialdemócratas del País Vasco, tan centrados en recaudar lo máximo posible, son incapaces de proponer. Por eso en Madrid hay cada vez más ingenieros, investigadores y emprendedores, y aquí más funcionarios. Lo cual refleja unas preferencias electivas que en el caso del País Vasco representan un vuelco total con el pasado y su tradición industrial.

Madrid es perfectamente consciente de que contribuye a ahondar las diferencias territoriales y vaciar amplias zonas de España dejándolas sin futuro, cosa que no le importa lo más mínimo. Seguramente, seguirá explotando al máximo sus ventajas comparativas mientras que aquí nos importa menos el futuro de la economía que blindar el Estatuto y recibir más competencias, que es lo que interesa a una burocracia que sigue hablando de plazas en propiedad y en la que los sindicatos mandan más que el gobierno.

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