Es obvio que la legitimidad democrática para aprobar leyes la tiene el Congreso en exclusiva...
Las vicisitudes políticas de la aprobación de la última reforma laboral dan para un mal guion cinematográfico. Digo “malo” porque la evolución de la intriga, in crescendo desde la firma del acuerdo entre patronal, gobierno y sindicatos, hasta el plot twist final, giro argumental, de haberlo visto en una película, hubiéramos dicho que los guionistas se habían pasado, que era poco creíble.
La postura de patronal y sindicatos ha sido coherente. Es obvio que la legitimidad democrática para aprobar leyes la tiene el Congreso en exclusiva y que éste podía hacer, deshacer y cambiar lo que quisiera, pero también es cierto que si querían decir que se aprobaba un texto consensuado en la negociación tripartita, no se podían hacer cambios porque, en ese caso, la norma sería ley, pero no será fruto del consenso.
Los acuerdos laborales son fruto de un gran esfuerzo y de un delicado equilibrio entre lo que cede una parte y lo que cede la otra. Por experiencia sabemos que “ganarlo todo” en una negociación concreta no es bueno a la larga para ninguna de las partes, pero encontrar el punto de balance, que además cambia constantemente según las circunstancias externas y a mucha más velocidad de la que nos gustaría, no es nada fácil. Además, en regulaciones generales, siempre pagan justos por pecadores.
Entre otras cosas, la reforma laboral ha limitado algunos aspectos de contratación temporal que en la industria considerábamos interesantes. Los contratos en prácticas, destinados a técnicos superiores, que cobrando un sueldo algo menor al del convenio ganarían en experiencia y conocimientos durante dos años, parecían un acuerdo equilibrado y mutuamente beneficioso, para industrias que pretendían formar cantera y jóvenes con ganas de incorporarse a esta.
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