Aviso para navegantes. Nada que, en realidad, deba sorprender a estas alturas. La última advertencia de la OCDE irrumpe en un país volcado en otros debates. El organismo recuerda, una vez más, que la sostenibilidad del sistema de pensiones depende de nuevas reformas y de una base laboral más amplia. No es un juicio político; es una constatación técnica avalada por datos que llevan años apuntando en la misma dirección. Para 2050, el gasto asociado al envejecimiento crecerá más de cinco puntos del PIB y, solo en pensiones, el incremento será de 3,2 puntos.

España presume de pensiones generosas, y es un motivo legítimo de orgullo. Pero su financiación se ha convertido en un equilibrio propio de un funambulista. Hoy el Estado cubre cerca del 30% del gasto anual con transferencias del Estado, una cifra que debería invitar a una reflexión profunda. Porque cuando un pilar básico empieza a apoyarse demasiado en otro, deja de ser un soporte para convertirse en un riesgo para el conjunto.

Para evitarlo, la OCDE propone lo que todos sabemos y casi nadie quiere asumir: ampliar a 35 años el periodo de cálculo, revisar la indexación automática y recuperar algún mecanismo que conecte las prestaciones con la esperanza de vida. No es un menú a gusto de nadie. Pero tampoco es un capricho. Es, simplemente, lo que exige la aritmética. La inmigración sostiene buena parte de ese equilibrio. Aporta trabajadores, cotizaciones y algo de juventud a un país que envejece deprisa.

Pero no basta. Hay que atraer talento, evitar que se pierda en la precariedad y agilizar su entrada en el mercado laboral, lastrado por demasiados obstáculos burocráticos. Los datos no admiten dudas. Puede aplazarse una reforma que todos dan por inevitable, pero la realidad demográfica no espera. La cuestión ya no es si habrá que actuar, sino cuándo y con qué ambición.