Paradojas de la vida, el pasado 1º de mayo, Día del Trabajador, el Boletín Oficial del Estado publicaba la orden ministerial por la que la Seguridad Social permitirá sumar hasta cinco años de prácticas como becario para el computo de la jubilación. Una medida que “representa la mejor definición del Gobierno de justicia social”, en palabras de la ministra de la Seguridad Social, Elma Saiz, pero que en la comunidad científica ha caído como un jarro de agua fría. Y es que la factura para cotizar ese periodo no les saldrá barata al recaer el abono en sus bolsillos, y no en el de sus empleadores. Nada más y nada menos que el 48 por ciento del salario mensual recibido en aquel entonces.
Se trata de una cantidad inasumible para muchos de los miles de investigadores afectados y de un dardo a su orgullo. Resulta hipócrita hablar de la importancia de estabilizar la carrera científica cuando no se la termina de considerar como una actividad laboral de pleno derecho. De todos es sabido que las becas son, prácticamente, la única puerta de acceso a este ámbito. También que el sistema actual de pensiones tiene un serio problema de sostenibilidad. Su viabilidad a futuro se disipa a medida que avanza una población cada vez más envejecida y la tasa de natalidad se desploma por los suelos. Son señales inequívocas del cambio demográfico que se avecina para las próximas décadas, en las que toda una generación del ‘baby boom’ se jubilará en masa, tensionando el gasto. La reforma de Escrivá habrá dado lugar a un sistema más generoso, pero también menos autosuficiente.
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