En los últimos tiempos el poder moviliza dos mantras para no frenar su desenfreno caritativo
Uno de los momentos más sangrantes en cualquier cruce de opiniones es el recurso, tan habitual en la política, de convertir la anécdota en categoría. A los gobernantes les encanta para disfrazar su gestión cardenalicia y apostólica laica, y a los populistas les vuelve locos porque poner una cara y unos ojos derrota a cualquier estudio o informe que describa la realidad existente. Ya lo dice un refrán periodístico: “no dejes que la verdad te estropee una buena noticia”.
El asunto de los impuestos, por ejemplo, ocupa una parte destacada, aunque mínima, de la actualidad. En los últimos tiempos el poder moviliza dos mantras en este campo para no frenar su desenfreno caritativo. Por un lado, asienta su inmovilismo con la amenaza de castigar a las empresas que obtienen “beneficios caídos del cielo” en la crisis energética actual. Ellos son la mayor empresa del país y, como grandes comisionistas vía impuestos, a los que más maná les cae en sus alforjas. Del resto, que presentan las cuentas auditadas en el Registro y en Bolsa, no dan un nombre. Los resultados no ratificarían la coartada urdida para mantener la presión sobre la inmensa mayoría de empresas, que sufre la fiebre de los precios y la mala prescripción de estos impuestos. La anécdota no es categoría, salvo cuando interviene una administración que deletrea a su favor en los boletines oficiales. Otro subterfugio se arma alrededor de la frase tan recurrente de “no es el momento de bajar los impuestos”, aunque sí debe ser de subirlos.
La realidad es que la imposición sube cuando no se ajusta a la inflación. Y lo hace para todo el mundo. No para “los ricos”, la otra anécdota elevada a categoría en la España, común y foral, para encubrir que se castiga a todas las rentas del trabajo, independientemente del volumen de ingresos anuales. La administración siempre busca la goleada... y lo consigue, con paradinha o a lo panenka.
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