Todo el mundo que puede, aspira a dejar algo escrito en la historia. Es un asunto que para el ‘vulgo’ empezó en el Renacimiento italiano. Los artistas se hacían valer ante unas clases enriquecidas que, precisamente, buscaban en ellos trascender. Sus otros negocios, bien lo sabían, eran efímeros. El problema de esta rebelión contra la Edad Media, más anónima, austera y sincera en su expresión artística e histórica, es que el salto a la posteridad contagio el virus de la mentira, o de la mentirijilla. Bien lo sabían los reyes y reinas que recibían los retratos de sus consortes... y desconfiaban. Parece que cuando se conocían y sonreían se acordaban de la madre y padre del artista (estos iban sin firma). Muchos artistas -¡tenían que trabajar!- empezaron a dejar mensajes ocultos para disculparse ante la historia, dado que muchos mecenas querían engañarla. El juego se aceleró, y ahora hacen falta historiadores-inspectores que busquen las pruebas cinceladas en piedra o difuminadas al óleo.
Siempre me ha encantado -me encanta- visitar la Casa de Juntas de Guernica y siempre me pregunto por la aparente contradicción entre el mensaje arquitectónico y el político. Su finalización en 1833 coincidió con el inicio de la primera guerra carlista, y en el imaginario siempre aparecen asociadas. Como hablamos de artistas, me pregunto si su arquitecto, Antonio Echevarría, quiso dejar un mensaje para la posteridad en contra de sus clientes, o si vendió también el producto que superó todos los filtros con ovación. La planta elíptica del templo, hoy parlamento, parece una alegoría del Oratorio de San Felipe Neri en Cádiz, sede de las Cortes de Cádiz. Alguno dirá que es una referencia de los templos jesuíticos. También. Pero claro, si fuera se levanta un templete en línea con la portada de la asamblea nacional francesa, que surgió en 1795 y sin TV que lo transmitiera por Eurosivión... El asunto empieza a ser más interesante.
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