La subida del SMI debe conllevar medidas de apoyo a las pymes para cuidar el empleo
El salario mínimo interprofesional (SMI) es uno de los pilares más debatidos en la política económica y laboral de cualquier país. Su objetivo principal es garantizar que todo trabajador reciba una remuneración digna que le permita cubrir sus necesidades básicas. Sin embargo, este propósito tan legítimo suele chocar con las preocupaciones sobre la competitividad empresarial y la creación de empleo. En los últimos años, muchos gobiernos han optado por elevar el SMI con el fin de reducir la desigualdad y mejorar el poder adquisitivo de las clases trabajadoras. En un contexto de inflación persistente y aumento del coste de la vida, esta medida parece no solo razonable, sino necesaria.
Subir el salario mínimo puede contribuir a disminuir la pobreza laboral, fomentar el consumo interno y dinamizar la economía. No obstante, no faltan voces críticas que advierten sobre los posibles efectos negativos de incrementos excesivos. Las pequeñas y medianas empresas, que conforman la mayor parte del tejido productivo, pueden verse especialmente afectadas si el aumento del SMI no va acompañado de medidas de apoyo, como incentivos fiscales o reducción de cargas sociales.
En algunos sectores con márgenes de beneficio reducidos, los empresarios podrían optar por recortar personal o aumentar la economía sumergida, lo que paradójicamente perjudicaría a los mismos trabajadores que se busca proteger. Por ello, el debate sobre el salario interprofesional no debería centrarse únicamente en cuánto se sube, sino también en cómo se hace y a qué ritmo.
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